Corrientes Católica

Homilía Mons. Stanovnik en la festividad de la Sagrada Familia de Jesús,“Familia, lugar de encuentro con Dios y cuna de vocaciones”

Corrientes, 30 de diciembre de 2017

Todos los años, los organismos, instituciones y movimientos, que colaboran con la pastoral del matrimonio y la familia, nos encontramos con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, para destacar el valor esencial de la familia para la Iglesia y la sociedad. Al mismo tiempo, unimos a esta fiesta el envío de los misioneros, que llevarán el mensaje de Jesús y lo compartirán con nuestras comunidades rurales, y también con otras que están más allá de límites de nuestra arquidiócesis.

Como este año la fiesta coincide con las vísperas del último día del año, los invito a mirar el año transcurrido desde la perspectiva de los vínculos matrimoniales y familiares, enfocando esa mirada sobre todo hacia la vida de fe. Pero esta invitación vale también para los misioneros, porque el envío se realiza desde la comunidad cristiana, como familia de Dios. Un cristiano necesita de la comunidad, como un hijo de la familia. La familia y la comunidad son los lugares donde se descubre y gesta la vocación de servicio. Allí aprendemos a cultivar vínculos de amistad y compañerismo con los demás. Pero para darnos cuenta de ello, es necesario que nuestros ojos se vean iluminados por la fe. La fe nos brinda esa perspectiva sobre la realidad del matrimonio y la familia, y de la comunidad humana, que no la puede proporcionar nadie más. Y esa perspectiva es la que estamos llamados a aportar a la sociedad en la que vivimos.

La familia: un lugar para trascender

Digamos, ante todo, que la Sagrada Familia se nos presenta como un ideal, un modelo a ser imitado. Si no se tuviera un modelo, o una referencia superior, ¿quién tendría la autoridad para decirnos que tal o cual modelo de familia es mejor o peor que tal otro? Y por otra parte, ¿Quién se podría arrogar la autoridad para determinar que cualquier manera de establecer vínculos entre los seres humanos es tan válido como cualquier otro? Se dan cuenta que si el ser humano no cultiva su dimensión trascendente, y si esa dimensión transcendente no es alguien con quien establecer un diálogo confiable y amoroso, lo único que le queda al individuo es erigirse a sí mismo como modelo, o, de lo contrario, someterse quién sabe qué modelo inventado por otro que, a su vez, es producto de su propio modelo. Este es el principio del individualismo: cada uno se convierte en la medida de su propia verdad. Esto frustra cualquier intento de construir vínculos profundos entre las personas, los cuales duran solamente mientras satisfacen los propios deseos.

La palabra de Dios es siempre luz que ilumina nuestros pasos, para que salgamos de nosotros mismos y nos encaminemos hacia el encuentro y la misión. Recordemos a Abraham en la lectura que hemos oído. Abraham creyó en la promesa de Dios, y no se encerró en la evidencia de que, por su edad avanzada, ya no podía engendrar descendencia. Él cree en lo que Dios le promete. La alianza de fe hace maravillas en la condición humana. El hombre y la mujer, abiertos a la presencia viva de Dios, se sorprenden a cada paso por las acciones que Dios va realizando en ellos y en sus hijos. La fe los renueva continuamente, los hace crecer en la confianza y les da un vigor espiritual, que es desconocido para el que no cree. ¿Qué hubiera sucedido si Abraham no hubiese creído en la promesa de Dios? Se dan cuenta que la historia humana sobre la tierra no puede entenderse sin la presencia actuante de Dios, y que una cosa es vivir la vida buscando a Dios y estrechando lazos de amistad con Él, y otra cosa es vivirla al margen de Él. Abraham jamás se hubiera imaginado todo lo que había provocado su respuesta de fe a la promesa de Dios.

También el Evangelio, breve pero contundente, nos presenta a la familia de Jesús abierta a la Ley de Moisés, y dispuesta a cumplirla con esa libertad interior a la acción del Espíritu, que luego los condujo a cumplir la amorosa voluntad del Padre, que superaba la antigua ley. Adherirse a una norma, que está más allá de los propios criterios, permite que la persona y la familia puedan convivir y caminar junto con otros. Un brillante ejemplo de convivencia sólida, abierta, dialogal, y dispuesta a escuchar y a responder generosamente a lo que Dios quiere, lo encontramos en la familia de Jesús. Ella se nos presenta como modelo de familia cristiana y fundamento seguro para construir una sociedad amigable, inclusiva y atenta a los que menos tienen. A partir de allí se puede soñar una familia de pueblos, en la que ningún grupo humano, por más diverso que fuere, quede al margen de esa convivencia.

La familia: obra de Dios

Me gustó mucho el lema que se propuso para iluminar esta conmemoración: “Familia, lugar de encuentro con Dios y cuna de vocaciones”. El lugar que brinda las mejores condiciones para encontrarnos con Dios, es la familia. En ella descubrimos los rasgos que son propios de Dios: el amor, la paciencia, el perdón, la confianza, la amabilidad, el servicio alegre y desinteresado; en fin, todo aquello que hace posible y favorece la vida. La familia humana sería como la huella más clara, en la que se vislumbran los pasos de Dios en medio de los hombres. En la medida que la familia refleje todo eso, se convierte en el mejor lugar para que los hijos descubran su lugar y su misión en el mundo. Para ello, el matrimonio y la familia debe encontrar momentos diarios para rezar. La oración en la pareja y con los hijos fortalece los vínculos y los funda en Dios, que es amor. Él no les hará faltar la gracias para superar las dificultades ordinarias que tiene toda convivencia humana. Sin la presencia viva de Jesús resucitado, es muy difícil que el matrimonio y la familia cristiana sobrevivan a las crisis que acompañan todo crecimiento.

La familia es obra de Dios. De su manos creadoras salió esa maravilla, por eso no puede sino parecerse a Él. Por eso, la familia cristiana está llamada a mirarse continuamente en el espejo de la Sagrada Familia. Es verdad que el modelo nos queda inmensamente grande y que el ideal parece totalmente inalcanzable. En realidad, todo cristiano, que está llamado a ser discípulo de Jesús y testigo con su propia vida de los valores del Evangelio, se encuentra ante una empresa que supera completamente sus fuerzas. Esta experiencia de radical fragilidad es la que acompaña a todo ser humano, no solo a los cristianos. Sin Dios, sin una referencia trascendente, el individuo queda a merced de sus propias ilusiones. Y estas se desvanecen pronto porque nada ni nadie puede asegurarle esa plenitud, que anhela en lo más profundo del corazón humano.

En realidad, el ser humano no puede construirse a sí mismo solo desde sus propias fuerzas. Si eso fuera posible, entonces nadie necesitaría de nadie, porque cada cual se bastaría así mismo. Y éste es el gran drama del individualismo, que es, como dijo recientemente el papa Francisco, “una verdadera adoración del ego, en cuyas aras se sacrifica todo, incluyendo los afectos más queridos. Esta perspectiva no es inofensiva: dibuja un sujeto que se mira constantemente en el espejo, hasta que llega a ser incapaz de volver sus ojos a los demás y al mundo. La propagación de esta actitud tiene repercusiones gravísimas en todos los afectos y vínculos de la vida”. Es una “contaminación” que corroe las almas y confunde las mentes y los corazones, produciendo falsas ilusiones”. La familia es ese lugar donde experimentamos que hemos sido creados, que la vida la hemos recibido, que somos lo que somos en cuanto nos reconocemos vinculados a otros, más allá de las limitaciones y fracasos que hayamos podido padecer en ella: siempre será tu familia y vos siempre serás parte de ella.

La familia: cercanía de Dios

Dios se ha implicado de tal manera en la condición humana, que quizo nacer en una familia, para hacerse igual a nosotros. María y José le proveyeron a Dios la experiencia de humanidad. Jesús recibió la humanidad de María y la figura paterna de José. No hubiese sido posible la creación de la Familia de Jesús, sin la intervención de Dios Padre y Creador. Aquí es donde María resplandece como la mujer dócil a la acción del Espíritu Santo, testimonio brillante de la obra que Dios puede hacer cuando el ser humano colabora generosamente con Él. Es emocionante la reacción de Simeón en el templo, cuando reconoce, en la criatura que llevaba María en sus brazos, al Salvador: “Ahora Señor puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto la Salvación de Dios”. Ahora es posible, lo que antes parecía imposible. Ahora podemos vivir en familia, porque el fundamento de la misma es el amor que se ha manifestado en Jesús. Ahora se hace cercano lo que antes parecía lejano e inalcanzable. La única condición es dejar que sea Jesús el centro y el fundamento de los vínculos entre los seres humanos; que sea el Amor de Cristo el que esté en medio del proyecto de matrimonio, al que están llamados el varón y la mujer.

La fiesta de la Sagrada Familia es una oportunidad extraordinaria para confrontar nuestras familias y nuestros matrimonios con ella, pero no para compararnos y luego desalentarnos, porque vemos que la realidad de nuestros matrimonios y familias está tan lejos de ese ideal. Al contrario, mirarnos en el espejo de la familia de Jesús, es para sentirnos abrazados por ella, comprendidos y, al mismo tiempo, estimulados para dar un paso más en confiar que Jesús puede transformarnos, y ayudarnos a mejorar los vínculos entre los esposos, de los padres con sus hijos y de estos con sus padres, y de todos con sus abuelos y abuelas. Dejemos que su amor abrace nuestras familias, a todas, a las que tienen la gracia de durar en el tiempo, a las que padecieron la angustia de la ruptura, a los que establecieron nuevas uniones. Su abrazo consuela, recrea, y devuelve la esperanza, para que todos podamos contemplar a la Sagrada Familia de Jesús y sentir que es siempre una presencia que nos acompaña con amor, y a la vez, un modelo y un ideal que nos invita a no quedarnos estancados en nuestras contradicciones y pecados.

La familia: señal de esperanza para la humanidad

Decíamos al comienzo que esta fiesta coincide con el último día del año. El último día y el primero tienen una fuerza simbólica muy grande, porque nos recuerdan que la vida terrena es efímera, que no podemos detener el tiempo, pero que también hay una nueva oportunidad y que hay esperanza. La conclusión del año es una ocasión para revisar cómo hemos vivido, sobre todo, nuestro compromiso como personas creyentes. El creyente y el no creyente no festejan el paso de un año a otro de la misma manera. La fe en Jesús resucitado, victorioso sobre la muerte, nos interpela a dejar atrás todo aquello que no condice con nuestra vocación cristiana, y a renovar la esperanza en Jesús, suplicándole la gracia de colaborar con Él para nuestra conversión. Una señal inequívoca de la presencia real y actuante de Dios en el corazón de los hombres, es el deseo de cambiar, de superar distancias, indiferencias, infidelidades; es Dios quien actúa con nosotros cuando decidimos renunciar a la corrupción; cuando nos comprometemos a trabajar por la paz social, por la equidad en la distribución de los beneficios y el cuidado por los que más sufren y por los pobres; No lo dudemos, Dios actúa realmente, cuando nos empeñamos en el diálogo y renunciamos definitivamente a los métodos violentos para imponer la propia voluntad.

La familia de Jesús, María y José son para nosotros la certeza de la alianza definitiva que Dios estableció con la humanidad. Él es fiel a su compromiso, en Él podemos confiar totalmente, con Él tenemos la seguridad de poseer la plenitud de vida y de amor que todos anhelamos. A ellos encomendamos hoy a nuestros misioneros y misioneras, como también a nuestras familias y a todas las familias de nuestra comunidad; especialmente a las que sufren; a las que han tenido que reconstruirse como pudieron; a las mujeres que tuvieron que continuar solas la crianza de sus hijos, y a las que, a pesar de todas las dificultades, permanecieron fieles al vínculo matrimonial, para que sean testimonio transparente de la bondad, del perdón y de la misericordia de Dios.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

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