Loreto, 8 de septiembre de 2017
Acabamos de escuchar el relato del nacimiento de Jesucristo, en el contexto de la conmemoración del nacimiento del Pueblo de Loreto, del cual se cumplen dos siglos desde su fundación. Por lo que sabemos hasta hoy, no existe un documento que acredite fehacientemente la fecha de la fundación de este pueblo. Sin embargo, hay indicios suficientes para referirse a este día como el acontecimiento, que dio lugar al surgimiento de este pueblo. Por eso declaramos que hoy se cumplen 200 años del nacimiento del Pueblo de Loreto.
Hay un dato semejante entre los orígenes de este pueblo y los orígenes de Jesús: en ambos casos se carece de documentación precisa sobre su nacimiento, pero nadie pone en duda estos nacimientos. La existencia de Jesús de Nazaret, el Hijo de María y de José, está acreditado por testigos y por grandes cronistas romanos, pero no hay un registro documental de su nacimiento. Como tampoco dudamos de la existencia de este pueblo, sobre el cual existen testimonios suficientes de las circunstancias que influyeron en el establecimiento de los primeros pobladores en esta región.
El Loreto que hoy conocemos hunde sus raíces en las misiones jesuíticas del Guairá. Es decir, Loreto nace católica. Me detengo solo un instante en esa afirmación. Católica significa universal, y esa característica se hizo realidad en la convivencia de aborígenes, provenientes de diversas grupos, y españoles, hecho que dio origen a los pueblos de las misiones. Convivencia que alcanzó un nivel cultural y civilizatorio asombroso, lo cual provocó la envidia y ambición de los invasores, quienes persiguieron y devastaron a esos pueblos. Sus pobladores debieron huir hacia el sur, donde se fueron estableciendo al abrigo de sus perseguidores. Con lo que ha quedado de los pueblos de las misiones jesuíticas, entre ellas la de Loreto en Misiones, se fundó el nuevo pueblo de Loreto en las cercanías de los Esteros del Iberá, donde se estableció y desarrolló hasta nuestros días, tal como lo conocemos hoy.
Es muy importante conservar la memoria de los orígenes, porque nos recuerda de dónde venimos, nos ayuda a discernir aquello que hoy debemos hacer, y nos abre horizontes de esperanza para saber hacia dónde debemos dirigirnos. Una conmemoración, más aún cuando el número de años se cierra en una cifra tan significativa como la que hoy nos reúne, debe ser ocasión para recordar cómo hemos nacido, quiénes fueron nuestros padres, donde y con quienes hemos establecido nuestros primeros vínculos, en fin, todo aquello que en los orígenes fue determinado nuestra identidad y nuestra misión.
No debemos olvidar que los que poblaron estas tierras, habiendo sido perseguidos, pusieron toda su atención en salvar las imágenes de sus patronos celestiales, en las que se veían representados ellos mismos, en cuyas vidas ejemplares se reconocían confesando su fe cristiana y católica. Una de las columnas quedó en “Loma Yatebú”, donde se funda el poblado de Loreto; la otra siguió más al sur estableciendo el pueblo de San Miguel. Además de la hermosa estatua de la Santísima Virgen de Loreto, portaron varias otras imágenes, algunas de ellas quedaron entre las familias loretanas, y otras se conservan la antigua capilla convertida en museo religioso y cultural de gran valor, como lo podemos observar en la actualidad.
Nuestros antepasados nos enseñan algo muy importante: cuando arrecia la adversidad y peligra la vida misma, es necesario salvar y proteger lo esencial. Ellos sabían que lo más importante en la vida era la fe, porque la fe es vida y su ausencia abre la puerta a la muerte. Eso fue lo que aprendieron las generaciones pasadas de los primeros evangelizadores, cuando escucharon el anuncio de que Dios salva, que ese Dios no es alguien que está lejos e indiferente a lo que le sucede a los hombres; es su Dios, Creador y Padre, que camina y sufre con el pobre, el perseguido, el enfermo. Ese Dios se nos ha revelado en Jesús: él nos muestra el rostro y las entrañas de misericordia del Padre. Esto lo comprendió aquella anciana de Itatí que se estaba quedando ciega, y, acercándose al sacerdote le dijo: “Bendígame, Padre, porque me estoy quedando ciega, por no importa si pierdo la vista, con tal que no pierda la fe”.
La luz de la fe ilumina mucho más que la luz natural. Ésta puede faltar, la otra es esencial para ver hacia dónde debemos encaminar la peregrinación diaria de nuestra vida. “Sabemos –nos recuerda San Pablo en la carta a los cristianos de Roma– que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquéllos que Él llamó según su designio” (Rm 8,28). Entre ellos estamos nosotros hoy, agradecidos por estos dos siglos que Dios nos ha regalado, en los que reconocemos la protección de su mano bondadosa y su brazo fuerte, y su corazón lleno de misericordia que todo lo convierte para el bien de los que lo aman.
Con Jesús aprendemos que el amor, el perdón y la misericordia son más fuertes que el odio y la venganza; que la violencia, del tipo que fuere: física o moral, no conduce a ninguna solución, sino que siempre empeora las cosas; que el único camino que conduce a la reconciliación y la paz entre las personas y los pueblos, es la justicia obrada en la verdad y motivada por un deseo sincero de promover el encuentro y la amistad. La conmemoración tiene que llevarnos a renovar nuestra fe en Jesús y nuestro compromiso de renunciar a todo tipo de violencia, empezando por respetar y cuidar a los miembros de la propia familia, desterrar todo tipo de agresión y maltrato verbal o físico entre los esposos, con los hijos y entre los hermanos.
Ser cristiano es ser una persona que no se adueña de los bienes ajenos y evita dañar la fama del prójimo; está dispuesto siempre a dar una mano al que lo necesita y jamás devuelve mal por mal, sino por el contrario, su consigna es siempre hacer el bien, aún a los que le hacen daño, porque el amor es más fuerte que la muerte. Esto vale para todos: para el que trabaja el campo, el empresario, el comerciante o el funcionario público; para el policía como para el sacerdote, para el maestro como para los alumnos. Sin embargo, se convierte en un compromiso mucho más exigente para aquellos que tenemos alguna función pública por el carácter de ejemplaridad que debe tener nuestra conducta.
Las imágenes que pueblan nuestros altares familiares, la capilla histórica que es un testimonio de los orígenes católicos de este pueblo, y la presencia viva de la Iglesia que se manifiesta en la fe de sus feligreses, nos recuerdan las cosas que son esenciales para la vida. La legendaria imagen de la Virgen de Loreto es una prueba irrebatible del poder de la humildad de Dios, por la que Él decidió ser para siempre Emanuel: “Dios con nosotros”. Por eso, “¡Mi corazón se alegra en el Señor!”, como repetíamos en el Salmo. Nuestro corazón se alegra porque fuimos extraordinariamente favorecidos con la fe en Jesucristo, en la Virgen, en la Iglesia y en los Santos. Encomendamos a nuestro pueblo y a sus gobernantes a la tierna protección de Nuestra Señora de Loreto, y le pedimos que nos acompañe y enseñe a ser buenos cristianos y responsables ciudadanos. Así sea.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes
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