Corrientes Católica

Homilía en la festividad de Santa Ana Santa Ana de los Guácaras,

Homilía en la festividad de Santa Ana
Santa Ana de los Guácaras, 26 de julio de 2017

Hoy celebramos la fiesta litúrgica de los Santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen María y abuelos de Jesús por la línea materna. Santa Ana fue elegida patrona de esta antigua y preciosa capilla, cuando esta comunidad estaba conformada en gran parte aún por la población nativa, de allí su nombre: Santa Ana de los Indios Guácaras. Esto nos habla de las raíces cristianas y de la religiosidad popular, tan rica y arraigada en el corazón de nuestro pueblo, que revela la orientación fundamental hacia dónde debemos orientar nuestra vida individual y colectiva. Cuando el ser humano pierde de vista el norte hacia donde debe dirigir su vida, entra en un desconcierto total. La pregunta que se nos impone es quién nos asegura cuál es el verdadero norte hacia donde enfocar nuestra existencia. Quién tiene la palabra orientadora en la cual podemos confiar y tener la certeza de que no nos va a defraudar.

La mayoría de los programas de televisión –no todos– que se pueden ver durante el período preelectoral, por el que estamos atravesando, son una inaceptable y lastimosa muestra de que no vamos hacia ninguna parte: discusiones interminables en las que nadie escucha a nadie; o si lo escucha es solo para refutarlo con argumentos inconsistentes, que ni siquiera hacen referencia al tema, porque el fin que se persigue es descalificar al interlocutor. No hablemos del nivel de diálogo que observamos en el parlamento nacional, y que se refleja en estos días a través de las pantallas. Afortunadamente, eso no expresa toda la realidad nacional que estamos viviendo, pero pone en evidencia el desconcierto y la ausencia de las grandes metas que vive gran parte de nuestra dirigencia, y tras las cuales deberíamos encaminar nuestras mejores energías. Uno vuelve a preguntarse, quién tiene la palabra orientadora y verdadera en la cual podemos confiar.

El texto de la primera lectura, del libro del Eclesiástico (44,1.9-15) nos da una pista muy valiosa. Empieza distinguiendo a los hombres ilustres de “otros que cayeron en el olvido y desaparecieron como si no hubieran existido, pasaron como si no hubieran nacido, igual que sus hijos después de ellos”. Seguramente se refiere a personas que han tenido relevancia en la comunidad, pero no la “ilustraron”, no dejaron huella de lo que verdaderamente importa en la vida, se aprovecharon de su posición y del poder para sus intereses personales, por eso no pueden contarse entre los hombres ilustres. A continuación, el texto sagrado afirma que “no sucede así con aquéllos, los hombres de bien, cuyas obras de justicia no han sido olvidadas. Con su descendencia se perpetúa la rica herencia que procede de ellos. Su descendencia fue fiel a las alianzas y también sus nietos, gracias a ellos (…) Los pueblos proclaman su sabiduría, y la asamblea anuncia su alabanza”.

Los santos Joaquín y Ana no fueron dirigentes de su comunidad, sino muy probablemente personas sencillas, pero con una orientación muy clara en su vida, de lo cual puede dar crédito su hija, María, educada por ellos para ser fiel a la Palabra de Dios. Por eso, su nombre perdura a través de las generaciones, y “los pueblos proclaman su sabiduría, y la asamblea anuncia su alabanza”. No dudamos en colocarla entre las personas “ilustres”, cuyas obras no han sido olvidadas, como lo escuchamos en el libro del Eclesiastés. Ellos, Joaquín y Ana, nos revelan la clave para responder a la pregunta sobre la orientación fundamental que debemos darle a nuestra vida para que la misma sea consistente, tenga verdadero peso y sentido, de tal modo que valga la pena vivirla. Y la clave es colocar a Dios en el centro de nuestra vida personal y colectiva. No en un centro declamado, sino real, el que se construye paso a paso, y todos los días.

Cuando la vida del hombre no se orienta claramente hacia una meta trascendente, se pierde lastimosamente en intrincados laberintos y confusiones, que no lo conducen a ninguna parte, como sucede en las interminables discusiones a las que hicimos referencia. Pero, para no ir tan lejos y desentendernos de los que nos cabe a cada uno, miremos lo que nos sucede tantas veces en la propia familia y aun en los grupos eclesiales, cuando extraviamos el fin por el cual estamos en esa reunión. Los santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen María, y abuelos de Jesús, en conjunto nos revelan la meta más hermosa y la que mejor responde a los anhelos más profundos del ser humano: encontrarse con el Dios que se nos revela en la persona de Jesús. Conocerlo a él, nos recordaba Aparecida, es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo (29).

La fiesta patronal es una excelente ocasión para revitalizar nuestra fe y los principales bienes que recibimos de las generaciones que nos precedieron: la vida como don de Dios; la familia y el matrimonio entre un varón y una mujer; la amistad social y la solidaridad; y los cuatro valores fundamentales de la vida social: la verdad, la libertad, la justicia y el amor. El lema que inspiró la novena y esta fiesta: “San Joaquín y Santa Ana, espejos de fe y de paciencia”, nos recuerdan las cosas verdaderamente importantes que necesitamos para permanecer testigos fieles, en medio de las adversidades, de los valores del Evangelio: fe y paciencia. Se necesita mucha fortaleza para ser paciente. La paciencia no es la virtud de los débiles, sino de los fuertes. La paciencia es la nota característica de amor de Dios, por eso san Pablo afirma que “la caridad es paciente”.

El Evangelio que escuchamos, muy breve, por cierto, contiene una enorme riqueza. Jesús promete que serán felices los que aceptan su Palabra. “Felices los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen”. Ejemplos de esta visión y felicidad es Santa Ana, por eso recurrimos a ella y le pedimos que nos enseñe, como lo hizo con su hija María, a animarnos a ver y a oír, a no tenerle miedo a Jesús y a su propuesta de felicidad. Él mismo, como para que no nos desesperemos ante las inevitables dificultades, algunas muy grandes, que nos tocan en la vida, nos anima diciendo. “No se inquieten, crean en Dios y crean también en mí” (Jn 14,1). Creer en Jesús es aceptar su amistad y crearle espacio y tiempo en la vida de todos los días.

En la amistad con Jesús encontramos el punto de referencia sólido, el sentido y la dirección para nuestra vida individual y social, privada y pública. Es vital tener raíces y bases sólidas, especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. Y la inseguridad conduce al desconcierto y a la confusión, que son las señales de alarma que hoy observamos en nuestra sociedad. Hoy se difunde la idea de que todo da lo mismo y de que no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto. No hay naturaleza, ni valores culturales, ni religión que sirvan de orientación. En ese modo de pensar, la vida ya no es don de Dios, sino una construcción arbitraria de los hombres. Y esto lleva inevitablemente a la confrontación por imponer la propia verdad, en la que sobrevive el más fuerte, que al poco tiempo y lastimosamente “desaparecerá como si no hubieran nacido”. Una inconsistencia total.

En cambio, nosotros creemos que la vida es un don que recibimos de Dios y una tarea que debemos realizar y madurar en diálogo de amistad con Jesucristo. En él fuimos llamados a participar de la vida de Dios, por eso creemos que la vida es sagrada y como tal la debemos amar, respetar, cuidar y promover siempre y en todas partes, especialmente allí donde es más frágil: en el seno de la madre; allí donde escasea el alimento para los niños; en los jóvenes que buscan un sentido a sus vidas; en las personas sin trabajo o con un trabajo precario; allí donde no llega el servicio de la salud, de la educación, y aun allí donde todavía no se anuncia la Palabra de Dios.

Que Santa Ana, la mamá de la Virgen María, bajo la centenaria advocación de Santa Ana de los Indios Guácaras, proteja de todos los peligros, a esta querida comunidad, a nuestra provincia y a todo el pueblo de nuestra nación; nos guíe hacia un mayor encuentro con Dios, y nos enseñe el camino del encuentro en la verdad, la justicia, la reconciliación y la paz.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap

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