Homilía en la Solemnidad de la Asunción
Hipólito Yrigoyen, 15 de agosto de 2017
Nos hemos reunido para celebrar la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen en cuerpo y alma a los Cielos, así como rezamos en uno de los misterios gloriosos del Santo Rosario. Veamos cómo la Palabra de Dios nos da luz y nos anima a vivir en la esperanza, que ya vemos plenamente realizada en María.
La primera lectura del libro del Apocalipsis nos revela la victoria final de Dios sobre las fuerzas del mal. Esa victoria se cumplió en María, mujer vestida de sol, que ahora es símbolo de la Iglesia Madre. Esta Iglesia, como María, amada tiernamente por Dios, está llamada a continuar el doloroso proceso de alumbramiento de Cristo, hasta llegar a la consumación final. La fiesta que estamos celebrando hoy es un llamado de Cristo a nuestra Iglesia, esposa suya, para que asuma con nuevo ardor este paciente y sufrido parto de dar a luz un mundo nuevo, diferente, más parecido a lo que Dios soñó cuando salió de sus manos y lo confió al cuidado del hombre.
Más en particular, podríamos decir, que nuestra Iglesia de Orán, y esta comunidad parroquial, que está bajo la advocación de la Virgen, también está llamada a colaborar en el alumbramiento del nuevo pastor para esta diócesis. Con la paciencia y ternura que nos enseña la Virgen María, le pedimos que nos alcance la gracia de tener pronto un obispo, que refleje en su vida y en su ministerio el corazón y la mente de Jesús, el Buen Pastor. Y, al mismo tiempo, rezamos por el obispo Gustavo, quien los estuvo acompañando hasta hace pocas semanas atrás, para que el Señor fortalezca su salud y pueda reintegrarse a las tareas que le Iglesia le encomiende. Sin embargo, aun en medio de los sufrimientos que atravesamos, no desfallecemos, sino que perseveramos en la fe y mantenemos viva la esperanza.
La fe nos da ojos para ver y corazón para creer. Por eso, contemplamos hoy a María llevada en cuerpo y alma a los Cielos, y nuestra vida se llena de esperanza, porque lo que sucedió en ella, va a suceder también en nosotros, si permanecemos firmes en la fe, y dispuestos sin demora, como lo hizo la Virgen, a socorrer las necesidades de los más pobres y desamparados. Si obramos de esta manera, también en nosotros sucederá que la vida se nos colmará de alegría y de paz, aun en medio de las dificultades. Nuestra Iglesia peregrina en medio del dolor, arde en deseos de ser más fiel a Cristo, porque el que se encuentra con Jesús, también le ocurre lo que le ocurrió a la Virgen: se queda con Él, lo sigue y se esfuerza por tener sus mismos sentimientos, su manera de pensar y su estilo de tratar a los demás.
El Evangelio nos ofrece hoy el Magnificat, hermoso canto que manifiesta el gozo María de haber sido visitada por Dios y porque esa visita hizo maravillas en ella. Ese verso: “Mi alma canta la grandeza del Señor”, no desapareció de los labios de María aun en los momentos más difíciles de su vida: en el destierro, durante la pasión de su Hijo y luego al pie de la Cruz. El dolor, cuando se lo une a Jesús, no desaparece, sino que se llena de sentido, es fecundo y aumenta la vida, no la disminuye, al contrario, la transforma y la hace más fuerte y luminosa. La Asunción, es la culminación de la obra que Dios inició en María, cuando esta le abrió la puerta en la Anunciación y se dejó conducir por Él, aun en medio de la noche, de las incomprensiones y persecuciones.
La fiesta patronal es un regalo de Dios, que debe convertirse en misión. El que entra verdaderamente en el espíritu de esta fiesta, no puede salir igual que como entró. El baño refrescante de la fe, que nos brinda esta fiesta, nos renueva para la tarea que le toca realizar a cada uno en la vida diaria, como, por ejemplo, renovar la fidelidad en la pareja; el compromiso de estar cerca y acompañar responsablemente el crecimiento de los hijos; cumplir honestamente con las obligaciones del trabajo donde sea: en la fábrica, en el comercio, en la docencia, en la función pública. El cristiano debe ser siempre también un buen ciudadano, alguien que se distingue por el trato amable y servicial con todos, especialmente con aquellos que la sociedad desprecia, margina y descarta.
El misterio de la Asunción de María, cuyo cuerpo no sufrió la corrupción del sepulcro, nos habla de la unidad esencial que hay entre cuerpo y alma en la persona humana. El cuerpo que recibimos no es materia para que hagamos de él una construcción arbitraria. El cuerpo, tanto el propio como el del prójimo, es un don que recibimos y que debemos cuidar. Por eso, es un crimen cualquier tipo de violencia que practicamos sobre nuestro cuerpo o sobre el cuerpo de otras personas, sea de palabra, sea mediante la agresión física. Estamos llamados a consagrar el cuerpo y toda nuestra persona a Dios, de quien hemos recibido la vida y por quien hemos sido creados a su imagen y semejanza. Cuanto más cerca estemos de Dios, como lo hizo la Virgen, más humanidad y vida plena se derramará en nosotros y a través nuestro hacia los otros. Contemplar a María, asunta al Cielo, nos llena de esperanza y nos asegura el rumbo correcto que debe tomar nuestra peregrinación terrestre.
Participar en la novena y fiesta patronal, como decíamos, tiene que sacarnos afuera para llevar la fe en Jesús a otros, como lo hizo la Virgen, para que sean muchos lo que se encuentren con él y todos juntos construyamos una sociedad más justa y más fraterna para todos. Que María Santísima, asunta al cielo, como un faro luminoso, nos ayude a esperar en la fe y a rezar por el nuevo pastor para esta Iglesia; y, al mismo tiempo, nos alcance la gracia de perseverar en el servicio humilde y generoso allí donde nos puso la misericordia de Dios. Así sea.
Mons. Andres Stanovnik
Administrador Apostólico de Oran
Arzobispo de Corrientes
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