San Ramón de la Nueva Orán, 20 de octubre de 2017
Nos hemos reunido alrededor de la mesa del Altar para conmemorar a San Juan XXIII, patrono del Seminario Mayor de nuestra diócesis. Estará bien que, en primer lugar, prestemos atención al Altar, que representa a Cristo, que nos convoca y reúne alrededor de esta mesa para hablarnos, para darse a nosotros como Pan de Vida y para fortalecernos en la misión. Veremos luego, aunque sea, de un modo somero y esencial, cómo esta extraordinaria figura de la Iglesia, que es San Juan XXIII, encarnó a Jesús, buen Pastor, en su vida y su ministerio a Jesús.
La primera lectura nos muestra a Moisés intercediendo ante Dios por su pueblo, que se ha pervertido adorando a los ídolos. Moisés aparece como un hombre paciente, comprensivo, dialogal y orante. Su preocupación central era su gente, pero tenía claro que el pueblo que le fue confiado no era propiedad suya, sino de Dios. Por eso recurre a Dios, no se desanima y persevera en su actitud dialogal y orante. Es comprensivo con la debilidad de su pueblo, pero no justifica su pecado, si no que apela a la promesa y a la misericordia de Dios.
En la segunda lectura, San Pablo, nos ayuda a pensar la actitud que debemos tener para integrarnos a la comunidad y colaborar en su edificación. Utiliza la imagen del cuerpo y no la experiencia de socialización que tenía la comunidad política de su tiempo. Hoy podríamos decir, que no recurre a la forma democrática, ni populista, ni dictatorial, para explicar el hermoso y místico organismo vivo que es la Iglesia. En cambio, se vale de una imagen mucho más real, concreta y significativa como es la del cuerpo: cabeza y miembros, los cuales funcionan cuando cada uno cumple su misión y actúan en armonía y comunión con los otros. San Pablo dice: “todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo” y en él tenemos distintos dones y prestamos diversos servicios o funciones. La Iglesia es misterio, comunión y misión.
Y en el Evangelio escuchamos uno de los relatos donde aparece Jesús proclamando el Evangelio del Reino. Esa Buena Noticia se hace sacramento en la Iglesia. La proclamación de Jesús, que se prolonga en la historia a través de la Iglesia, va acompañada de curaciones, que hacen regresar a la comunidad a los enfermos, a los abatidos y fatigados, que andaban errantes como ovejas que no tienen pastor. A ese propósito, Jesús dijo a sus discípulos: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha”.
Aquí estamos nosotros, en esta casa de formación sacerdotal, tratando de responder de la mejor manera posible a la necesidad de trabajadores para proclamar el Evangelio del Reino. También nos hará bien, luego de escuchar la Palabra de Dios, que nos detengamos un momento en esta extraordinaria y contemporánea figura, que fue y continúa siendo en la Iglesia San Juan XXIII, bajo cuya protección fue puesta esta casa de formación sacerdotal, y destacar en él algunos rasgos sobresalientes de su espiritualidad y ministerio sacerdotal.
Estamos ante una figura de estos tiempos: Angelo Giuseppe Roncalli nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de Bérgamo, el cuarto de trece hermanos. Ese mismo día fue bautizado. Fue sacerdote, obispo y papa. Murió la tarde del 3 de junio de 1963. Desde muy joven empezó a redactar unos apuntes espirituales que lo acompañaron a lo largo de su vida y que fueron recogidos en Diario de un alma.
Algunas notas características de su vida espiritual, que nos hará bien recordar. Ante todo, su confianza en el Señor, que se manifestaba en una entrega pastoral activa, dinámica y alegre. Su lema: obedientia et pax. Otra nota que conviene destacar es su capacidad de sufrir en silencio incomprensiones y dificultades. Fue un hombre madurado en la confianza y el abandono en Jesús Crucificado, a través de una sincera piedad, que se transformaba cada día en un prolongado tiempo de oración y de meditación.
Su profunda vida interior se exteriorizaba en su predicación también sencilla, esencial y profunda al mismo tiempo. Se dice de él que fue un pastor sabio y emprendedor.
El 28 de octubre, tras la muerte de Pio XII, fue elegido Papa y tomó el nombre de Juan XXIII. En sus cinco años como Papa, el mundo entero pudo ver en él una imagen auténtica del Buen Pastor. Humilde y atento, decidido y valiente, sencillo y activo, practicó los gestos cristianos de las obras de misericordia corporales y espirituales, visitando a los encarcelados y a los enfermos, acogiendo a personas de cualquier nación y credo, comportándose con todos con un admirable sentido de paternidad. Su magisterio social está contenido en las Encíclicas Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963).
El pueblo veía en él un rayo de la bondad evangélica, y lo llamaba “el Papa de la bondad”. Lo sostenía un profundo espíritu de oración; siendo el iniciador de la renovación de la Iglesia, irradiaba la paz de quien confía siempre en el Señor. Se lanzó decididamente por los caminos de la evangelización, del ecumenismo, del diálogo con todos, teniendo la preocupación paternal de llegar a sus hermanos e hijos más afligidos.
Juan XXIII fue declarado beato por el Papa Juan Pablo II el 3 de septiembre de 2000 en la Plaza de San Pedro, y canonizado junto con San Juan Pablo II, el 27 de abril de 2014.
El Seminario es el lugar donde se forma el futuro sacerdote, es decir, el lugar donde se le da forma al que luego va a presidir la comunidad. La tarea que supone dar forma al corazón sacerdotal es propia del Espíritu Santo. Él es el protagonista principal de la acción formativa. Recordemos que nadie puede decir Jesús es el Señor, si no está movido por el Espíritu Santo.
El entonces arzobispo Bergoglio, en una conferencia sobre la formación del futuro presbítero y citando Aparecida y al papa Benedicto XVI, decía que “La formación de los futuros pastores apunta a que “se configuren con Cristo Buen Pastor” y esto implica un renovar la fe en que Cristo es el que “forma”, renovar la confianza en la gracia, con la certeza de que la forma sacerdotal no depende del mundo, sino que es don del Espíritu, aceptado y cultivado con fidelidad. Esto vale para todos los tiempos, más allá de que la sociedad y el ambiente cultural en el que nos movamos tenga claro el concepto mismo de formación o éste se encuentre en crisis. Se trata pues, en primer lugar, de no perder la “forma”, de no perder la fe en la validez de la forma que Cristo imprime en los corazones de sus discípulos, no perder la esperanza en que esa forma tiene poder configurador eficaz que va modelando el corazón a imagen del Corazón del Buen Pastor, de no perder el amor y la alegría con que esa tarea de formación debe ser encarada.
San Juan XXIII, que se dejó modelar por la acción del Espíritu Santo al punto de que la Iglesia nos lo propone como modelo y como amparo de la figura del Cristo, Buen Pastor, ilumine, proteja y anime a los jóvenes candidatos y a sus formadores, a no tener miedo a dejar que el Espíritu del Señor los vaya transformando y haciéndolos cada vez más semejantes a Jesús, quien, “al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor”.
María, Madre de la Iglesia, te pedimos que cuides y acompañes a los seminaristas y formadores, e intercedas ante tu Hijo, para que la Iglesia nos envíe pronto a un Obispo que sea un pastor cercano a su pueblo y un sacerdote que te agrade por la santidad de su vida.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Administrador Apostólico
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