Corrientes, 6 de octubre de 2017
“El que ama, educa” es el lema que se han propuesto para este Encuentro Diocesano de Docentes Católicos. A partir de esa proposición, se supone que el que ama es alguien educado, porque nadie da lo que no tiene. El que “está educado”, o el que es educado, educa. O más taxativamente, solamente el que es educado, educa. Visto desde la perspectiva contraria, debemos decir que el mal-educado, des-educa, y en ese sentido no estaría capacitado para ejercer la docencia. Como el buen pastor y el mal pastor (cf. Jn 10,2-14), de los que habla Jesús: el bueno las conoce, se acerca a ellas, las trata bien y está atento a la más débil y reacia; en cambio, el malo cuando se acerca, las asalta, y cuando amenaza el peligro, huye.
Una persona educada, es como el buen pastor: ama. Es obvio que, al hablar de una persona es educada, no nos referimos a una mera formalidad externa, sino a aquella virtud que la capacita para la donación de sí a los otros, para que los otros tengan vida. Alguien educado, en el sentido genuino del término, sería aquel que es capaz de perder vida, para que otros la tengan. Cristianamente hablando, no hay otra manera de educar que esa. En ese sentido, educar es un modo de ejercer la vocación a la maternidad o paternidad, según si se trata de una mujer o de un varón, en la que entra en acción la dinámica evangélica que propone Jesús aplicada a la tarea docente: “el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí, y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).
En conclusión, y dejándonos inspirar por nuestro lema, educar es un acto de amor. Si al acto de educar lo quitáramos del horizonte comprensivo que nos da el amor, estaríamos hablando de otra cosa. Entonces, lo que cabe profundizar y esclarecer bien, es qué entendemos por amor, para poder sacar luego las consecuencias que el amor auténtico provoca en el acto de educar. Y, en primer lugar, debemos recordar algo muy básico del amor humano auténtico y luego de la iluminación que sobre ese amor nos da la fe.
El amor es un don y como tal, se recibe. Esto nos coloca en el camino de la humildad. Solo el verdadero humilde es capaz de experimentar la vida y el amor como un don. Hasta aquí la antropología y la lógica racional. La fe nos revela que la dinámica del amor como don sucede con el amor de Dios: es un don que recibimos, que no anula ni desplaza la experiencia del amor humano, sino que lo ilumina con una nueva luz. Entonces, amados por Dios estamos llamados a amar; educados por Dios, tenemos la misión de educar. Pero, lamentablemente y con frecuencia, no respondemos a ese amor y no nos dejamos educar, sino que preferimos seguir nuestros propios caminos. A esto lo llamamos soberbia, cuyas principales secuelas son: la distancia, el aislamiento y la tristeza. Así es como el ejercicio de la docencia entra en crisis, entra en crisis por falta de amor y de humildad.
Vayamos ahora a la Palabra de Dios, que acabamos de proclamar. La primera lectura que escuchamos corresponde a un trozo del libro de Baruc (1,15-22). Se trata de una recopilación de escritos del siglo II antes de Cristo. Allí se describe a una sociedad en la que se vivía una profusa crisis de valores, en la que “cada uno se dejó llevar por los caprichos de su corazón perverso, sirviendo a otros dioses y haciendo el mal a los ojos del Señor, nuestro Dios”. Hoy la crisis de valores impacta sobre los fundamentos de la persona humana, para la cual se propone la alternativa de construirse a sí misma al margen de cualquier legado que la condicione: sea biológico, familiar, cultural o religioso. La única verdad válida es la propia percepción, tendencia o deseo, que deben ser legitimados y satisfechos de inmediato. También en el texto evangélico (Lc 10,13-16) hemos oído una profunda lamentación de Jesús sobre las ciudades, que habían tenido la gracia de recibir la Buena Noticia, pero prefirieron hacer oídos sordos a la llamada a la conversión, y seguir sus propios caminos.
Para recibir el don del amor, expresado en el perdón y la misericordia de Dios, es necesario escuchar y disponerse a la conversión del corazón. El amor cristiano, que es la fuente inspiradora para el que tiene la misión de educar, se nos descubre en Jesús, muerto y resucitado. A Él tenemos que mirar, a Él necesitamos escuchar y a Él estamos llamados a seguir, para que nuestro acto educativo refleje su estilo amoroso de acercarse a las personas. Educar es una misión que tiene su origen en el don del amor. Por eso, el que ama, educa. En Aparecida decíamos que la meta que la escuela católica se propone es conducir al encuentro con Jesucristo vivo (…) para aprender a ver la historia como Cristo la ve, a juzgar la vida como Él lo hace, a elegir y amar como Él, a cultivar la esperanza como Él nos enseña, y a vivir en Él la comunión con el Padre y el Espíritu Santo” (n. 336).
Jesús, mis queridos hermanos y hermanas, docentes y directivos, es el contenido y el método de la educación católica. Él, su persona viva, su estilo, su cercanía, el don total de sí, nos inspira los valores que deben fundar el itinerario educativo de nuestras escuelas. Pero para ello, necesitamos reencontrarnos con Él, y descubrir que no tenemos otro tesoro que la experiencia desbordante del encuentro con Él y, en consecuencia, la irrenunciable misión de comunicar por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo (cf. Aparecida, n. 14).
Y para concluir, el papa Francisco, en su carta programática Evangelii gaudium, nos anima a volver a Jesús y descubrirlo como modelo de la opción evangelizadora: “¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (n. 269).
Que María de Itatí, quien educó a Jesús con amor y la sabiduría de la Palabra de Dios, nos dé la gracia de reencontrarnos con su Hijo Jesús, experimentar su cercanía y su misericordia, para que nuestra misión educativa sea siempre un acto de amor.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes
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