Corrientes, 24 de septiembre de 2017
Todos los años nos congregamos para honrar a la Virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora de la Merced, varias veces jurada por gobiernos y pueblo como patrona de esta ciudad y sus contornos; proclamada luego Generala del Ejército por Manuel Belgrano, y titular de este hermoso templo emplazado en el corazón de nuestra ciudad.
En realidad, esta ciudad se parece un poco a ese oratorio que encontramos en las casas de muchas familias, donde en un altarcito se pueden observar imágenes de santos y santas, entre las cuales se destaca la imagen de la Virgen bajo diversas advocaciones como la de Itatí, de la Merced, del Rosario, del Carmen, de San Nicolás, del Perpetuo Socorro, y otras. Así, en el mismo acto fundacional de nuestra ciudad, como en un incipiente oratorio, nos encontramos con la mención a Nuestra Señora del Rosario y el signo de la cruz, que imprimen el sello mariano característico de la devoción del pueblo correntino.
Somos un pueblo mariano por origen, por devoción y por convicción. Además de esa referencia que hicimos al acto fundacional, luego, no habiendo transcurrido un siglo de la fundación de la ciudad, en el año 1660, Nuestra Señora de la Merced fue elegida patrona de la ciudad por voluntad del pueblo y de las autoridades civiles, elección que se ratificó sucesivamente en 1789 y en 1858; el Cabildo vuelve a jurarla como Patrona en 1813 y luego en 1816. Finalmente, cuando se cumplía el tricentenario de su primer juramento, la Legislatura Provincial sanciona la Ley por la cual reconoce a Nuestra Señora de la Merced “Patrona de la ciudad y sus contornos, quedando la obligación de este gobierno de celebrarla cada año solemnemente”.
Lo que sucedió en los orígenes y se fue desarrollando luego con el paso del tiempo, nos habla de raíces y estas son el instrumento vital para que un organismo vivo reciba los nutrientes esenciales para fortalecerse, madurar y brindar sus frutos. Es un gran desafío para una persona o para un pueblo cuidar sus raíces, porque son la matriz de su identidad. Cuidarlas no quiere decir “frizarlas”, sino mantenerlas vivas para que sean una fuente constante de crecimiento y evolución. Hoy, el gran desafío está en la capacidad de permanecer fieles a nuestras raíces cristianas, y, a la vez, progresar incorporando todo lo que es bueno para el hombre, sin miedos de abrirse y dialogar con todos aquellos que están dispuestos a convivir y enriquecerse mutuamente con sus diferencias. El riesgo está en los fundamentalismos que clausuran el diálogo, y provocan esa grieta fatal que tiene su correlato trágico en la historia de Caín y Abel, en la que Dios descarga la tremenda pregunta que pesa sobre nuestra conciencia: “¿Dónde está tu hermano”? La verdadera identidad y misión de todo hombre y de todos los pueblos, está en la capacidad de dar respuesta a esa pregunta.
Si hasta hoy hemos podido mantener los rasgos que configuran nuestro modo de ser y de sentir; de hablar y de vincularnos con los demás; y de preservar los principales valores que sostienen nuestra fe y nuestra esperanza, es porque todo ello proviene de lo que ha sido sembrado en los orígenes y ha configurado lo que hoy somos, con sus luces y sus sombras. Todo ese bagaje cultural, de fe y de sabiduría, está representado en las imágenes que pueblan nuestros hogares, plazas y templos, y son las que inspiran nuestro modo de ser.
Detengámonos un momento en la primera lectura y dejemos que la luz de la Palabra de Dios ilumine nuestro andar cotidiano. El libro de Judit, del cual hemos escuchado un breve relato, es un libro didáctico del siglo II a. C., que contiene un mensaje de mucha actualidad. El pueblo de Israel se encontraba en inferioridad de condiciones ante la amenaza de fuerzas muy superiores. ¿Cómo sobrevivir, para no ser colonizados y sometidos a esclavitud? ¿Cómo continuar siendo ellos mismos en esas condiciones? La fe de Judit –una fiel defensora de la identidad y de los valores de su pueblo–, con su confianza inquebrantable en Dios, y su firme convicción de que la aparente debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres, triunfa sobre la potencia enemiga.
Judit se convirtió en un anticipo de la figura de María. Por medio de ella recibimos a Jesús, el vencedor del espíritu del mal. La acción de este espíritu, como solemos recordarlo con frecuencia, se distingue porque separa, confunde y engaña con propuestas blandas y atractivas. Así lo viene haciendo desde siempre. En las últimas décadas viene dirigiendo su actividad destructora hacia los fundamentos, que sustentan la identidad de la persona humana. Para eso, alucina con la prédica de demoler y liberarse de toda referencia a valores familiares, culturales y religiosos; y en su lugar propone una identidad basada en los propios gustos y tendencias. Siempre fue así: para dominar al otro es necesario borrarle la memoria y convencerlo de que puede hacerse a así mismo distinto del que fue traído al mundo. Nos encontramos así en la negación misma de la vida como don y como tarea.
Las fuerzas del espíritu del mal se manifiestan aparentemente más poderosas que las del Espíritu del bien. A pesar de esa desproporción de fuerzas, Judit creyó en Dios y perseveró en la defensa de los valores de su pueblo. María aparece en el Evangelio que escuchamos hoy, también en una desproporción dramática de fuerzas ante el espíritu del mal. Sin embargo no duda de la promesa que había oído en la Anunciación: “Concebirás y darás a luz un hijo, le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo (…) y su reino no tendrá fin” (cf. Lc 1,31-33), y permanece fiel junto a la cruz de su Hijo. También María es la gran vencedora del espíritu del mal, conservando el mensaje que funda la identidad de su pueblo: un pueblo de hijos y de hermanos, constituido por la virtud de la muerte y resurrección de Jesucristo, que pertenece a Dios y peregrina a través de la historia con la misión de construir una familia humana, diversa y unida, con la firme esperanza de alcanzar la vida plena y la felicidad que Jesús le asegura en las bienaventuranzas.
A nosotros nos corresponde discernir aquello que es de Dios y que proviene del Espíritu de Jesús Resucitado, y diferenciarlo de la actividad que despliega el espíritu del mal. A este lo podemos descubrir muy activo a cada paso de nuestra vida personal y colectiva. Por ejemplo, cuando recurrimos a la violencia física, moral o psicológica para resolver conflictos; disfrazamos la mentira y el engaño con apariencia de verdad; nos hacemos de los bienes ajenos, sean personales o del estado, para asegurar la propia vida; despreciamos la fidelidad, la perseverancia, y el respeto en los vínculos de la pareja; no protegemos la estabilidad del matrimonio entre un varón y una mujer; perjudicamos a la mujer embarazada y al niño que está gestando, atribuyéndonos el derecho a decidir quién vive y quién no; desvinculamos la vida sexual del amor y la responsabilidad y lo banalizamos reduciéndolo únicamente al placer. Y a la base de todo, está la seducción que nos fascina con la propuesta de construirse a sí mismo, prescindiendo de cualquier referencia a los valores humanos y cristianos, que constituyen el andamiaje fundamental de nuestro modo de ser en este mundo, de relacionarnos, de trabajar y de celebrar las fiestas.
En cambio, el espíritu de Dios, se hace notar donde hay deseos sinceros de tolerancia y de diálogo; de perseverancia en la búsqueda del bien del otro, renunciando definitivamente al odio y la venganza; en el persistente esfuerzo por encontrar caminos de verdad, de justicia, de reconciliación y de paz, indispensables para que un pueblo incluya a todos sus ciudadanos, y progrese de tal modo que todos puedan beneficiarse, empezando por los más débiles y alejados de los bienes comunes. Debemos convencernos de que el Dios cristiano, es decir, el Dios que se nos reveló en Jesús, está de parte de los humildes, de los que comparten y no excluyen a nadie; de los que están dispuestos siempre al diálogo con todos, aun cuando haya que reiniciarlo muchas veces; en fin, de los que los que apuestan al bien siempre, aunque aparentemente pierdan, porque saben que el bien triunfa sobre el mal y que el amor es más fuerte que la muerte.
El patronazgo que ejerce María, Madre de Dios y de los hombres, bajo la tradicional advocación de La Merced, es decir, Madre de la Misericordia, nos configura como un pueblo cristiano, que, en su diversa y enriquecida historia, no perdió nada de bueno y de valioso que le aportaron los diversos grupos humanos que la fueron conformando. Nos sentimos felices y agradecidos por esta herencia que hemos recibido. Pero al mismo tiempo, la debemos proteger y desarrollar, revitalizando constantemente la práctica de nuestra vida cristiana con la oración, los sacramentos, y los gestos de caridad y misericordia con nuestro prójimo. Encomendemos filialmente a Nuestra Señora de La Merced a nuestro pueblo y a sus gobernantes, y pidámosle que nos cuide y nos ayude a ser un pueblo creyente, fraterno y solidario con todos.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap
Arzobispo de Corrientes
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